Un rollo en blanco y negro. Mi ojo a través del visor. Me alieno de la escena para sentirme parte de ella. Me olvido de quién soy, dejo a un lado el pensamiento y me convierto en acción: observo. Presiono el disparador. Un momento queda congelado, en realidad, miles de momentos quedan congelados. Por un lado, mi mirada; y por el otro, la de las personas que han asistido aquella tarde al karaoke que cada domingo organiza Joe Hatchiban en Mauerpark, Berlín.

 

Alguien sonriendo, alguien bailando o quizá una expresión seria se deja entrever por ahí. No sé si soy yo observando a una persona, o si soy yo a través de la persona. Quizá somos ambas trabajando en conjunto, fundiéndonos en un misma superficie. La diferencia se desvanece y las emociones individuales se vuelven indistinguibles unas de las otras.

 

Un año después revelo las fotografías, vuelvo a enfrentarme a estas imágenes; y al ampliarlas me voy deteniendo en cada individuo. El anonimato que confiere las multitudes desaparece. Los rostros van adquiriendo color; de pronto, los semblantes se convierten en humanos con sueños, miedos y pasiones. Me aborda una avalancha de preguntas: ¿Quiénes son todas estas personas? ¿Cómo se llaman? ¿Qué edad tienen? ¿Cómo llegaron al lugar?¿Vienen solos o acompañados? ¿Qué hacen? ¿Qué estarán pensando? En realidad no hay forma de saberlo, así que le dejo las respuestas a la invención de la imaginación. Y al final, puede que todo sea una ilusión, una vez más, puede que sólo sea yo proyectándome en un otro.